lunes, 9 de abril de 2007

POESÍA Y NARRATIVA

POESÍA
Negra leche del alba
te bebemos al amanecer


Bebiendo a sorbos de muerte, la negra leche del alba,
estaba yo contemplando las rosas
que me han tocado en este mundo
y por las que Dios viene a la tierra,
sin el temor de perder el camino que lo llevará de vuelta
a las estancias donde sabe estarse quieto.
Allí, a la intemperie, contemplé la rosa suicida de Yukio Mishima,
la rosa de oro de Beijing,
y la rosa radiactiva del país de los soles rasantes.

Junto a los márgenes evidentes de la sobrevida,
estaba yo, pidiéndole una rosa verdadera
a Santa Teresita de los Cementerios
y le pedía, además, que me ayudara a creer siempre
en el gran Amor que Dios me tiene,
de modo que yo pudiera echar una mirada a mi alrededor
con la paz de los vencidos
y la fe de encontrar en las rosas que se me mostraban
la flor perdida, la innombrada rosa del Poeta muerto.

Pero, en su lugar, se me mostraban todas las rosas del mundo:
la rosa escrita de Amherst —la rosa de Emily Dickinson—
y la rosa de arena, la rosa de Beirut.
Abrían también a mis pies, la rosa imperial austríaca;
la rosa cruzada, la flor negra
y la rosa del Ponto Euxino, que alabara Ovidio en su exilio.
Otras, en cambio, se negaban a ser miradas,
como la rosa hermética de la Cábala
y la rosa mágica y secreta de los judíos.

Ya me marchaba a las horas brutales de la autocompasión,
cuando una rosa, al centro de la noche umbría,
se alzó como una estrella de sangre
sobre los coágulos de la aurora.
Y allí estaba frente a mis ojos,
resistiéndose al fuego sobre un montículo de cenizas,
la rosa de nadie, que resultó ser nada menos
que la rosa de Paul Celan.

II
Paul Celan aparta el coágulo de los labios,
la rosa de las ruinas;
sopla en la jarra donde bebe
y su aliento acompaña la mordida al fruto de los mudos,
al corazón que mastican sus asesinos, en silencio.
Abre las páginas del diario.
Apunta: “Una sombra sobre las aguas
del Sena es una imagen fácil de retener en el papel callado...”

Paul Celan proyecta a la masa líquida el cuerpo de un hombre.
Y ese hombre escribe cantos por doquier.

Cómo es posible escribir versos, Dios mío,
no antes o después sino durante la concentración de las almas,
cuando los días se pegan con un hilo gelatinoso al cráneo.

Por último, lee a Hölderlin:
“A veces el genio cae en la oscuridad
y se hunde en el oscuro pozo de su corazón”.

III
Su corazón se hunde.
El otoño comienza a dictarle monótonamente una frase:
“Tiempo es de que sea tiempo”.
Y mira a la tierra con un dolor humano.
Es el tiempo en que deben florecer los almendros,
las piedras dar fruto suave,
conversar y luego escribir un poema,
sin levantar sospechas.

IV
Cómo escribir un verso.
Me aparto el hambre con un golpe de ojos
en la garganta y concluyo:
“Escribir un poema después de Auschwitz es bárbaro”
(Theodor Adorno).

Por eso no escribo,
dejo gotear la negra leche de los labios
negados a beber,
sincronizo los relojes,
decido por un tiempo
que habrá de llegar como un golpe de agua
o como el río
que devuelve sobre los bancos de arena a sus difuntos.

V
Santa Teresita de los Cementerios,
pido para nuestros muertos,
la rosa que habrá de acompañarlos
mientras duren los días de Paul Celan sobre la tierra.


Nuevo salmo de Asaf
contra el enemigo


Miró enloquecido los rostros plácidos de su pueblo
y de los músicos de Asaf.
Inspiró profundamente y de su corazón
se elevaron unas terribles palabras...
Robert Graves

Odia al enemigo. Súmate al coro. Levanta tu voz contra el enemigo.
Envenena sus pozos. Que sus aguas se conviertan
en manantiales de muerte.
Quema sus siembras. Que de noche, mientras duerme,
se le eche encima el terror mordiéndole los labios.
Que el fuego siegue sus cosechas y si alguna semilla útil
quedara después de la devastación,
si en la próxima temporada ves crecer sus trigales,
desea que arrecien lluvias bíblicas.
Abre diques. Desvíale el cauce a los ríos.
Envíale plagas. Dificúltale el camino a tu enemigo.

Sírvele miel y granos a tus dioses.
En sus altares pide para él todo el mal del mundo.
Desea que el vientre de su esposa se seque como una fruta madura al sol.
Que no le dé hijos que alegren sus tardes junto a la choza.
Y si los tuviera, si los dioses no te escucharan,
deséale que una víbora muerda su talón.
Que vaya al bosque por leña y distraído coma de algún fruto maldito.
Levanta columnas de humo por el Norte. Ataca por el Sur.
Siémbrale la duda. Provócale el pánico. Créale el caos.
La desunión.
Divide a tu enemigo. Levanta falsos testimonios
Que sus aliados lo culpen. Le maldigan. Le den las espaldas.
Coloca bajo su almohada la prueba del crimen.
Distínguelo.
Deja que juzguen inmerecidamente a tu enemigo.
Que lo condenen a morir de sed de hambre/ de hambre.
En las bodegas remueve la serenidad del fermento de sus vinos,
la sangre que bendice la mesa donde come.
Derrama el viejo, amargo vino del rencor sobre su pan.
Pudre sus levaduras. Que no tenga cómo invocar a su dios.
Fuego para calentar los huesos de los suyos.
Mesa donde sentarse a comer en paz.
Deséale la muerte al más viejo de su casa.
Que se quede solo el sicomoro donde se recostaba cada tarde.
Y que el sicomoro dure muchos años para que le recuerde
que en ese sitio su padre sembró un imposible.
Hiéndete en el recuerdo que más le duela. Derrama sal
sobre su herida. Insiste.
Que cada nuevo día sea una hornada de humillación
para tu enemigo.
Apedréale los perros. Deja los cadáveres hinchados
colgando del robledal florecido junto al camino.
Que la jauría llegue a los prados
donde a una palmada los conejos levantan las orejas
y saltan al oleaje infinito de las yerbas.
No descanses. Odia a tu enemigo.
Que al cruzar el iris sobre los campos
encuentre muertas sus palomas.
Que los patos salvajes coman peces amargos.
Que las lagunas se sequen. Se vuelvan de sal los campos.
Que no obtenga ni fruto ni sombra.
Que un rayo abra en dos el pecho a su caballo.
Que no tenga paz el hombre al que tanto odias.
Con ese odio visceral. Telúrico. Capaz de detener
el rumbo de los vientos. Cambiar el curso de las noches
y los días. La órbita a los astros.
Encárgate de que sus aliados no le escuchen.
Hazlos sordos a su lamento. Sordos. Y mudos. No permitas que tu
enemigo, en la hora de su muerte, tenga una palabra de consuelo
junto a la cama.
Ódialo. Mancha su camisa blanca. Levanta arcos de triunfo sobre su derrota.
Piensa que en tu caso él haría lo mismo.
Y prepárate para el día que lo veas, finalmente, junto a la choza
hecha cenizas, surgir de entre las huestes vencido.
Dar un último paso al frente.
La espada clavada en la tierra. Y el carcaj vacío.
Prepárate para el día en que veas a tu enemigo echarse
sobre el cadáver del más pequeño de su casa
y rasgarse los vestidos poseído por ese dolor hondo
que le ha dejado sin fuerzas para pedir que le mates.
No te apiades. No abdiques en ese último minuto.
Tendrás que ser tan cruel como hasta el momento.
Déjalo con un nudo latiéndo en la garganta. Apretándole el pecho.
Pero, si por alguna razón te domina la piedad
y recuerdas que donde está el dolor es tierra santa
entonces no perpetúes su pena.
Que no vacile tu mano.
Que de regreso a la choza donde te aguarda
el aceite para curar las heridas
puedas echarte a dormir en paz entre los paños.
Y en el sueño, al mirar atrás, hundiéndote como una barca
en la noche, encuentres tu corazón bajo los astros
pastando, mansamente, junto a las bestias luminosas de la inocencia.



Balada del pájaro que llora

esta lúgubre manía de vivir
esta recóndita humorada de vivir
te arrastra alejandra no lo niegues

Alejandra Pizarnik


por esta vez el pájaro se ha vuelto jaula, se ha volado las sienes palpitantes y se ha ido donde el aire castiga su ser .
este pájaro llora, no sabe cómo hacer música con las alas convertidas en hierro de prisiones, no sabe, llora, sobre la tierra deja caer el miedo incandescente, envaina tormentas que baten contra el oleaje de su pecho, redobla minúsculas campanas mientras echa cerrojos a las puertas a la sangre a las ventanas múltiples y estáticas.
cada jaula es un pájaro que llora, soledad con alas, resonancia de metales y tristezas de jueves santos, diana de los fuegos de la sed y el fulgor.
señor, escucha, esta mujer es una jaula y la jaula es un pájaro y ese pájaro no sabe qué hacer con el miedo cuando una sombra pasea sus perros, y los perros comienzan a ladrarle al cielo a la tierra y el pájaro que llora se va se queda como quien se va alguna vez, afila los huesos con la lengua, trasmuta en hierro los gemidos, duro hierro de prisiones, máquina silenciosa de los puertos, hierro sobre el canto, en las alas del pájaro llorador, vestido con el resto de los fuegos del alba cuando se lleva la pólvora contra las sienes palpitantes con las manos trémulas, yéndose como si no se fuera alguna vez quedándose de espaldas a los cielos, caído sobre la tierra tibia con los peces de la sangre saltando en las costas violáceas, sin escucharme cuando grito alejandra alejandra.



Testimonio sobre la muerte
del pez cantor

Otros esperan que resistas
que les ayude tu alegría
tu canción entre sus canciones
José Agustín Goytisolo


hay un pez cantor saltando por la ventana; salta, de las rosas viscerales de su vientre comen el augur y las ratas, las pálidas rosas crecidas de adentro huelen a muerte en el pecho del pez de tormentas, se arremolinan ante los ojos curiosos las vísceras delgadas, brillantes a las luces de neón y los flashes de las cámaras fotográficas.
el que salta es un pez suicida, pero me confunde esa muerte, le he visto alas en el intento, le asomo el morbo balbuceante y es cuando el pez comienza a serpentear entre los dientes de la bestia que quiere llevarse la mejor parte, escupe el animal asustado sobre el asfalto y el pez brilla nuevamente bajo la luna; salta, se sobrepone, escribo otras preguntas y no responde el pez; le pregunto, es el momento en que extiende sus brazos de pez, habla como un pez, toma otra bocanada de humo, burbujea en la atmósfera asfixiante y dice: tú no puedes volver atrás porque la vida ya te empuja y el pez comienza a alejarse de mí, abriendo surcos entre los augures sale de la cueva del odio, cantando, sin volverse a mirar sin hablar, sólo una canción de espaldas; podría sentirme ignorado pero el pez cantor no es un pez, es un ángel y está ofreciéndome las alas.


Jacques Prévert
no dejes que llore por mí




Jacques Prévert poeta amante
de las noches de París
el viento se llevó tus poemas.
Parecen gigantes mariposas aleteando entre los ficus.
Y tengo miedo de la hierba seca
que detiene como tules
el vuelo de tus blancas mariposas.

Tengo miedo de aquellos muchachos
que me miran desde las sombras y
de las sonrisas largas
ceñidas como mallas a los labios.

Tengo miedo de sus sonrisas
que no quisiera comprender:
cuanto más sonreímos
más sufrimos
atrozmente.

Anoche yo no pude dormir
Jacques Prévert.
El sueño se ha convertido
en un puñado de arena sobre los ojos.
Y ahora dicen que soy un ángel
aunque nadie sabe en verdad
qué es un ángel
ni lo que pesa en soledad esa estrella.
Mi amante sí sabe
entre sus brazos
más que una criatura en vilo
he sido un hombre de ternuras
azotado por demonios y maravillas.
Una noche
el miedo se proyectó contra el espanto de los pinos
que aullaban como perros
y callamos Jacques Prévert
a pesar de nuestros cuerpos desnudos
y el olor a hojas secas de su pecho.
Porque el deseo enamorado siempre nos hizo indefensos.
Y esta ciudad no es París.

Esta ciudad que tantas veces me ha visto
ocultar las dianas de mi llanto.
Ya no me importaría si una vez más
enarbola contra mi tristeza
el escarnio de su sonrisa
porque ahora yo te invito Jacques Prévert
a alegrar el corazón
dejando un árbol por otro como los pájaros.

Vamos a embriagarnos con los licores de la medianoche
antes que la medialuna de tus ojos
enarque el asombro de mis labios que no te besaron
porque el viento terminó por asustarnos.

Yo te invito Jacques Prévert poeta amante
vamos a embriagarnos hasta creer
que este llanto es de alegría.



El traidor a las palomas



Soy el traidor a las palomas.
Antes, cuando fui su amigo, las sostuve temblando.
Ahora, vibrante, las acoso
y les doy muerte con mi lengua.
Antonio Gala

Antes que el amanecer se precipite
de las sierras nevadas sobre la Alhambra
la luna bella y triste
nos mira desde los arcos del jardín.

En las fuentes los peces brillan
igual que relámpagos en el agua
y nuestros cuerpos desnudos como espadas
se dejan acariciar.

Sólo la madrugada nos devuelve la inocencia.

Sólo la madrugada nos cura de la embriaguez maldita
que quebró los cántaros de vino
manchó los manteles
y no calmó la sed del que bebe con lujuria.

Sólo la madrugada nos ayuda a olvidar
sumidos en las penumbras de la altanoche
las caras de los comensales sentados a la mesa del convite.
Entre ellos fui una frágil marioneta.
A un lado el artista
del otro el amante
tirando de mis cuerdas con idénticas fuerzas
llevándose con ellos
todo lo que no hubiera querido dejarles llevar.

Cuánto daría por reinventar
la felicidad que me arrebatan
pero soy una frágil marioneta
y lo que temí perder ya lo he perdido.

No sé por qué se disputan ahora
esta inocencia que no les pertenece
si ya les di cuanto tuve
y fue más de lo que merecían.

Pero nadie reparó en mi tristeza
en la fiesta todos saben ser felices...

Ignorando qué me alejaba del ángel
fui con la jauría y los gorriones
a saciar la sed en las fuentes de la ciudad.
Y en el momento en que mis labios
se mancharon de aquel vino lujurioso
recordé los atardeceres en los jardines
cuando juntos contemplábamos las puestas de sol
y un muchacho con la alborada de la adolescencia
blanqueándole sobre piel
jugaba impúdico con su deseo.
En ese momento recordé la flor
que me acercaste como anuncio
de un tercer día en el bosque de las acacias
la intimidad de las alcobas
que acogieron nuestros desenfrenos
la ternura de tus cantos y lo feliz que me hizo
la palabra que ocultaste.

Pero de qué me sirve ya
el ardor de estos versos
si hace sólo un momento
mientras la fiesta era tuya
y mi corazón se rompía
tú besabas en los labios a todo el mundo.
Y ahora que la luna nos mira
desde los arcos del jardín
los cuerpos desnudos como espadas
en el vientre de la negra noche
tengo miedo que amanezca
que de pronto cuando yo ponga sobre tu cielo
el vuelo de las aves de la misericordia
tú copero mío te conviertas con el alba
en el traidor a las palomas.

KODAK PAPER I

Hay días en que me prohíbo tener amigos.
Sin embargo tengo amigos.
Los he amado con el ardor de la pólvora mojada en la garganta.
Con el delirio del que está viviendo sus últimos días
y posee sólo algunos pájaros que alimenta entre las manos.
Cosas sin sentido: Tal vez porque no tienen ya sentido
las cosas. Y duele como si pegara el rostro al fuego de la lámpara
donde ardía la mariposa de tus juegos nocturnos.
De tu llegada a deshora pidiendo un poco de conversación.
Palabras que sirvieron de consuelo
para que el deseo no terminara entristeciéndonos.
Soledad del tercero que podías ser tú. O yo.
Todo dependía de la habilidad conque desplazabas
las sombras sobre la cama.
Cosas que sólo entendemos los dos. Sabes cuánto oprimen.
Hubiera querido celebrar juntos el año del conejo.
Bebernos de un golpe las tristezas
como en los tangos de Contursi.
Tenerte por sabio y hermoso. Recibirte con la noche
rezumando en el cristal de la taza
donde bebías el primer café de la mañana.
Tenías peces. Cerámicas. Graffitis en las paredes.
Me imitabas. Uno termina pareciéndose a lo que ama (recuerdas?)
Cómo temblaba tu voz.
El plomo de la traición cuajando. Y unas pocas palabras
para justificar. Palabras que terminaron por confundirnos
tratando de escribir el nombre de las ciudades
a las que soñabas (sueñas) partir algún día.
Groningen. Hamburg. Poznan. Países de hielo.
Versos que serán de agua entre tus manos.
Altas cumbres y tú que pedías un poema para el amor
que hace figuras de barro.
País de hielo. Miro la fotografía donde posas.
Llevas mi camisa negra.
Tratas de hurgar en la lujuria balcánica.
La punta del deseo.
El labio que escupa sobre las sábanas tu esperma.
País de hielo ya nada puedes hacer
para acabar con los días en que me prohíbo tener amigos.



La lluvia anunciaba

Aireada y cristalina como tu belleza/ el agua/ cae/ y
corre a lo largo de las calles/ de la ciudad donde
anduvimos juntos/ y donde todavía a menudo creo
verte/ como una sombra transcurrir bajo los portales.

Delfín Prats

Desde los portales la lluvia anunciaba la próxima estación
cuando finalmente aparecías. Este verano se ha vuelto primavera.
Dice un viejo mientras ve llover a cánticos
sobre los tejados de esta ciudad que no aguarda
en tanto transcurre el agua de los comienzos recién nacida
para nunca acabar. Haciendo grande mi silencio
la contemplación de la mujer que mira
la ruina de su peinado en las vidrieras
y la burla de los muchachos jugándose la vida en cada gesto.
Penetrando las magníficas figuras en el aire
se pasan los cigarrillos como libélulas
entre los poderosos brazos. Y un hombre confinado
a calentarse las manos en los bolsillos piensa:
Obra del demonio esas volutas de humo...

A lo lejos el reloj del campanario recuerda que no vendrás.
Seguro sospechas de mí que me duele la lluvia en los huesos.
Que le he visto brillar sobre el asfalto y perderse en los drenajes
sin llegar a anunciar tus pasos en el agua
mientras existe la noche como existió otras veces
tu deseo hecho arena sobre la piel mojada
dominando en mínimas combinaciones las torres levantadas
por tus manos que poco a poco terminaban
de un golpe convertidas en cáliz
donde las salvajes ménades sacian la sed
Dioniso navega en la embriaguez de los vinos
y la ingrávida luz se abre caminos en el aire.

Noche de los narcisos en que la lluvia fue nuestra mejor aliada.
La apetecida lluvia
colmando la extensión poderosa que te lleva
y te trae.

Ya dan más de las diez. No hay luna esta noche.
La lluvia continúa cayendo sobre el fuego.
Y el fuego lentamente se apaga bajo la lluvia.
No estás para hacer menos este aguacero infernal.
Este deseo de verte aparecer contra todo pronóstico
sin excusas
con una luz de agua en los ojos
como si la lluvia no fuera nuestra más íntima enemiga.



Lentos van sucediéndose los días
Eddie

en las múltiples estancias donde dura tu ausencia
ya ha comenzado
a tomar cuerpo la desmemoria
no en ti
sino en el salmo cotidiano
de tu sueño sobre la mesa tendida
en la flor

Jamás transcurre el día
sin que existan las cosas
que te pertenecen

en las múltiples estancias donde dura tu ausencia
ya ha comenzado a madurar el otoño
las extrañas claridades convertidas en mieles
derramadas de los cántaros que te invocan
lento fluyen de mí cuajan en mí me cubren
en mí
beben las mariposas
las mínimas barcas de luz
acodan
en mí
sobreviven estas aguas
hasta que en la garganta comienza a doler el silencio
y el silencio me devora.


Estela de luz sobre los charcos


¿Es ángel?
¿O es una espada larga que se clava
contra los cielos, mientras fuljo sangres
y acabo en luz, en titilante estrella?
Vicente Aleixandre


Estela de luz sobre los charcos.
Qué inconmensurable calma. Un dedo surcando las aguas de la noche.
Ese ángel está mirándote desde la otra orilla
Y conspira pero no te dirá su nombre
(tú tampoco)
Es un secreto maravilloso.
Bíblica evocación del ademán adverso. Las amatorias formas
sorprendidas a través de la ventana.
(Las ventanas traicionan a los amantes).
Todavía el ángel es un rostro en la neblina. Se te acerca.
Toma por el tallo la luna. Y sonríes.
No puedes creerlo: Está lloviendo desde los altos sitios de la noche.
Su viril abandono te adentra al pórtico umbrío
celosamente resguardado por rejas que sin explicación ceden.
(Se abren las puertas del
cielo e inauguran
las primeras rutas del deseo).
El ángel todavía no ha dicho su nombre. Y tú piensas que la rosa
con otro seguiría oliendo igual. Y se torna luna la luna
noche la noche
anónimo el cuerpo y la rosa itinerante.
La rosa
que has de entregar
no el miedo
ni la repetida negativa
sino la mano adentrándose
como lirio
al aire al sol a la luna dándote en la cara.
Pero el reflector de un auto los sorprende.
Clava puñales de luz en las espaldas.
Detrás de los cristales comienzan a despertarse los vecinos.
Una sombra cruza la sala vacía.
Desplaza miradas como moluscos sobre la forma alargándose
de tu vientre a la mano del ángel que no dice nada.
Nunca dijo nada (tú tampoco). Atravesado como lo tienes
en la garganta llegas a casa.
Y temblando
con una pequeña luz
entre las manos
corres a guardar bajo la almohada
las estrellas que recogí en los charcos.
NARRATIVA
*

Nuestra casa llena de sol


... mi vida es una fuga y todo lo pierdo y
todo es del olvido, o del otro.
J.L.B




Ella leía a Borges sobre la poltrona, entre bocanadas de humo y tragos cortos de té de jazmín. Desde temprano estuvo recogiendo la casa. Puso en su sitio las sandalias, medias blancas y camisetas de Él. Quitó telarañas. Con un pañuelo sobre nariz y boca, acomodó el librero. Cepilló prolija los muebles de mimbre. Advirtió la presencia de trazas. Alarmada, volvió al librero, sospechando que sus preciados volúmenes habían sido pasto de los insectos. Por suerte, permanecían intocados. “Menos mal”, dijo para sí. Volvió a los mimbres y los sacó media hora al sol.
Antes decidió poner música. Sobre la placa negra, la aguja de diamante saltó al segundo surco. Una voz trasnochada arañó la penumbra de la sala.
Cuando el piso estuvo seco, regó por las esquinas veneno para las hormigas. Terminada la limpieza, se duchó. Rasuró piernas y axilas. Puso crema en codos y talones. Después se cubrió con una bata blanca. Prendió incienso y encendió un cigarrillo. Leyó a Borges.
“Ellos se abrazaron, casi llorando. Yo esperaba a mi esposo, que debía llegar en ese mismo tren”, le diría su mejor amiga, pero no era verdad. Ellos se abrazaron como se abrazan los hombres: con un estrechón de manos bien ruidoso, seguido de un par de palmadas contra las espaldas y algunas frases hechas, para volver a sus posiciones estratégicas. Los cuarteles de la hombría.
Cuando Él abrió la puerta, ya Ella había visto al Otro. Sintió un ruido en el portal. Miró a través del enrejado. Y allí estaba.
—¿Quién será?
Entraron a la sala. La encontraron de pie junto a la puerta, con cara de admiración, más que de curiosidad. El Otro fue presentado inmediatamente. Asuntos de trabajo, lejos de la casa, y problemas con el hospedaje, fueron explicaciones suficientes para que se entendieran las partes.
Él bromeó sobre la letra de la canción que se escuchaba de fondo. Ni Ella ni el Otro entendieron el chiste, pero sonrieron con caras de inteligentes. Cuando el inesperado huésped comenzó a sentirse cómodo, se arriesgó a comentar cierto parecido entre Ella y su hermana menor. Y, sin esperarlo, la atrapó con un abrazo cariñoso. La cabeza del muchacho, olorosa a vaselina, le había recordado los días de su adolescencia, quizás los primeros juegos eróticos. Se estremeció y lo apartó delicadamente.
Él prendió un cigarrillo y le pasó la caja al Otro, que ya desplazaba un brazo frente a los ojos de Ella.
—Gracias. No fumo.
Mentía. La delataba el cenicero, donde se apagaba uno de los mentolados. “Mis favoritos...”, le confesó algunas semanas después. Pero el Otro no había reparado en el detalle; así que fueron hasta los muebles de mimbre y estuvieron conversando hasta que el Otro sintió algo de sueño. Echó una mirada alrededor, y descubrió en una esquina el mueble mullido. Desde ese instante, aquel fue su puesto de gobernante; el lugar donde decidiría cada paso futuro. Se echó sobre la poltrona; detrás de la nuca, un brazo le servía de almohada, mientras la mano libre se movía de las entrepiernas al rayo de sol que iluminaba el mar negro de su pecho. Ella lo estuvo mirando cuando se quedó sola. Al rato, Él regresó con algunas ensaladas, una docena de rosas rojas y una caja de velas.
Esa tarde cocinó para tres, supervisadas las labores por Él, que miraba, cada vez que podía, el cuerpo yacente en la sala. Desconectaron el teléfono y la cena transcurrió en una atmósfera apacible, con algunos intercambios de miradas que hacían más íntima la conversación.

Era domingo. El reloj de pared dio las siete. Había escuchado ruidos extraños en la casa, inusuales para esa hora de la mañana. Él todavía dormía a su lado, medio cubierto por las sábana; por eso no podía explicarse el goteo de la pila del agua, el mecanismo de descargue de la taza accionado, ni el ruido del gas a presión, ardiendo en la llama azul de la cocina.
La memoria del Otro se había disuelto con el sueño.
Cuando llegó a la cocina, lo encontró de pie junto a la meseta recubierta con losas amarillas. Tenía las piernas cruzadas y ceñidos los muslos por el blue jeans recortado a pocos centímetros por debajo de la ingle. A la altura del pecho, comenzaba una llovizna negra que se escurría por las caderas, para reaparecer nuevamente entre los flecos colgantes del short. Tenía el pelo húmedo, perfectamente peinado. El olor de la vaselina se mezclaba con el del gas y el aroma dulzón de las picualas.
La idea de regresar a la habitación quedó completamente olvidada.
—Acabo de nacer —dijo el Otro para referirse al efecto reparador que el sueño había tenido en él.
Y realmente parecía acabado de nacer; pero no del vientre cálido de una madre, sino de un cielo cruel, acompañado de redobles de campanas, toques de cornetas y lluvias maldicientes. “Así nacen los ángeles”, pensó Ella. Y la lengua se le hizo un nudo, al esforzarse por recordar las citas de Rilke que a Él le gustaba repetir, sin importarle demasiado las marcas de géneros.
—La Belleza no tiene sexo —había dicho Él alguna vez.
—Terrible —le había respondido Ella, convencida que nada más había que añadir.
“Terrible” fue también su único comentario. Sintiéndose ridícula, trató de disimular.
—Seguro tienes hambre...
Pero el Otro había condenado de antemano sus esfuerzos de ama de casa. Ya podía reconocer los potes del azúcar y los mecanismos del cierre, necesarios para evitar las hormigas. Dominaba el encendido de la tostadora, batidora y juguera. El giro obligatorio para que la pila dejara de gotear. Sabía escoger, entre muchos, los paños naranja con cenefas azules para secar cada una de las piezas, y los retazos de franela para pulir el enlosado amarillo. Los desechos sólidos: en el cubo plástico de la terraza; los líquidos, jamás vaciarlos por el fregadero.
El Otro era hábil. Sin dar tiempo al asombro, le sugirió que fuera a despertarlo para desayunar juntos.
Frente a los tres, una mesa servida se ofrecía para el disfrute del cuerpo y de las almas. Dos tazas verdes para ellos; para Él —en la cabecera— la taza azul con dragones y, junto a cada taza, una cucharita de plata, reservada por Ella para ocasiones muy especiales...
—Esta es una ocasión especial —lo elogió Ella, y el Otro agradeció con desenvoltura.
Él era dueño de una extraña felicidad, aguijoneada por la imagen del muchacho, rasurado con la dedicación que exige dibujar los caminos de una barba casi adolescente.

El domingo siguiente, después del almuerzo, Él lo invitó a la calle, pero el muchacho pidió fregar. Ella se resistió sin éxito y, una hora después, los vio desde la terraza, caminando sobre una alfombra naranja. Se sentaron bajo el framboyán. Allí conversaron cada vez que Él volvía del trabajo y el Otro ya se le había adelantado veinte minutos, una hora, dos, hasta hacer cada vez menor el tiempo que permanecía fuera de la casa.
Cuando el Otro decidió no volver al trabajo, Él se fue tranquilo para la Universidad; pues Ella permanecería acompañada. Así dijo durante la cena. Ella no preguntó sobre el asunto. No le interesaba. De lo contrario, unas pocas explicaciones del Otro, apoyadas por Él, bastarían para que no volviera a hablarse sobre el tema.

El Otro ya era de la casa y asumió con responsabilidad las obligaciones de Él, hasta las más sencillas. Desyerbar el jardín, apuntalar el cercado, abrir zanjas para el drenaje del patio. A Ella le gustaba contemplar de reojo el torso desnudo, rezumando al solazo, y Él hacía lo mismo.
Se vigilaban.
El Otro se hizo necesario. Pronto controló las economías. El salario de Él y las mesadas de Ella eran destinadas a las inversiones que el Otro consideraba de primer orden. Sugirió cambiar los muebles. Sacar de la casa el librero de Ella y guardar los volúmenes en cajas, que fueron llevadas al zaguán. Dijo que estaba bien, pero sintió cierto frío en el estómago cuando una de las cajas tiró al suelo las macetas de orquídeas florecidas. Esa noche cenaron en silencio. Poco antes, Él había visto pasar al Otro hacia el baño, envuelto en la toalla azul. Para justificar el vistazo, le pidió el frasco de colonia, supuestamente olvidado sobre el lavamanos durante el afeitado.
Esa —como otras tardes— la habían dedicado a escuchar la música de Ella, pues Él tenía un mundo de silencio y el Otro se limitaba a escuchar; jamás sugerir: soportaba estoicamente las largas sesiones con Chavela, Freddy o La Lupe, y los silencios cómodos de Él, interrumpidos sólo por alguna observación, comentarios sobre un libro interesante o citas que celebraban su belleza, preferiblemente en ausencia de Ella. Entonces volvía contrariada, como si hubiera descubierto secretas maniobras. Se sentía excluida. Lo mismo Él, cuando a la vuelta de la Universidad la encontraba de fiesta, celebrando los chistes del Otro. Eran infames, pero se sumaba al dúo de carcajadas; eso se parecía bastante a la felicidad.
El tercero los unía.
La noche en que entró la rata a la cocina, Ella gritó despavorida y se echó en los brazos de Él. El muchacho agarró un trapeador y estrelló contra la pared la cabeza del animal. La sangre negra comenzó a coagularse inmediatamente sobre el piso. Después lo vieron salir al patio, muy serio. Llovía y los relámpagos rayaban el rostro de los mirones. El chorro helado de la canal provocaba una poderosa erección bajo la franela empapada del Otro. El deseo borró pronto la memoria del incidente. Él fue hasta el baño; cuando Ella entró sin tocar a la puerta, encontró a un hombre que no era Él. Tenía las mejillas encendidas y sobre la sombra del bigote, las gotas de un sudor tibio. Lo besó desesperada. A partir de entonces, las noches (y los días) se hicieron más intensos para el matrimonio. Él la penetraba en el baño, de espaldas. La penetraba en la poltrona. Sobre los mimbres nuevos y contra el mueble de caoba. La penetraba en la cocina. Una vez, sospecharon que los miraba y tuvieron un orgasmo copioso, apenas disimulado cuando el Otro irrumpió, con su figura de cadete, en el calor del lugar. Regresaba del patio, donde había encontrado algunos nidos de hormigas, que destrozaban cuanto contenían las macetas. Él se lamentó por la pérdida de las begonias, pero fue el Otro quien prendió fuego a los montículos de tierra. Tenía los pies enrojecidos por las mordidas y algunos insectos caminaban aún por sus piernas. Cuando entró a la cocina, desesperado por el dolor, se quitó frente a ellos la única prenda que cubría su sexo y corrió al baño. Dejó la puerta abierta mientras se duchaba. Él tuvo otra erección que dio con Ella sobre la meseta.

Era el Otro quien estaba cuando su mejor amiga la llamó, entre hipócrita y socarrona, exigiendo que se comunicara más a menudo. El Otro le aseguró que en ese momento Ella no estaba. “Que educado...”, dijo para sí la mejor amiga, sin sospechar que fue Ella quien le hizo una señal negándose a atenderla. Comenzaba a prescindir de los amigos. Él también. Al menos eso parecía, porque desde que el Otro llegó, no había vuelto al club de cinéfilos, los jueves; ni a la cinemateca, los lunes.
—Tan chismosa —dijo Él. Ella pensó lo mismo.
—Esta vez no te me escapas —chilló la vocecita que comenzó a interrogarla. Eso duró cerca de treinta minutos, hasta que la pregunta de rigor quedó suspendida en el aire enrarecido de la sala —una mezcla del aroma dulzón de las enredaderas, con el olor abrasivo del veneno para hormigas que regaba el Otro.
Ella le explicó muy brevemente. Y todavía tuvo tiempo para escuchar algunos comentarios sobre la buena apariencia del muchacho: los había visto en el ferrocarril.
—Se abrazaron, casi llorando —escuchó del otro lado, poco antes de colgar el teléfono, arguyendo la necesidad de ir al baño “inmediatamente”.
Pero no fue al baño. Se echó en los brazos de Él y lloró por todos los días que le quedaban en este mundo. No hizo falta contar nada.

El Otro mataba las hormigas que le subían por las piernas y aquella escena de los dos, llorando, le había parecido fatal; acentuado el ridículo por el melodrama de la Vargas, rallando sobre la placa negra, una y otra vez, hasta que Él, aturdido, apartó el cuerpo frágil de Ella, fue hasta la máquina y la desconectó para la eternidad... El Otro entró al lugar cuando los ánimos estuvieron más calmados. Le pidió a Ella algo para lavarse los oídos, donde se había internado uno de los insectos. Salieron a la terraza y, en el lavadero, ayudó al muchacho. Él los vio desde su trono de la tarde, bajo el framboyán.
Esa noche cenaron los calamares que el Otro destripó, frente a las muecas de Ella. A Él le provocaban la misma repulsión, por eso prefirió irse a leer el periódico lejos de allí, en la poltrona, donde perdía la concentración tratando de escuchar lo que se hablaba en la cocina, y hasta donde llegaban como truenos las risas del Otro. Ella casi no habló. Tampoco durante la cena, se limitó a algunos cumplidos sobre el plato.
—Mejor que los tuyos.
Cayó como una lápida la frase de Él, que no volvió a probar bocado preparado por Ella. Esa noche, ninguno quiso tomar café después de la comida. Estaban cansados y querían dormir. Antes de irse a la cama, Él vio encendida la luz del cuarto del Otro. Asomó la cabeza y lo encontró en calzoncillos, sentado como un loto al centro de las sábanas blancas. Leía con devoción. “Oraciones para espantar las plagas”, le había dicho, pues las hormigas se habían convertido en su mayor obsesión. Las mataba con los dedos y con el polvo de la botella colgante en el zaguán, orinaba sobre los montículos y mezclaba los insecticidas comprados por Ella con los líquidos traídos por Él de la Universidad. Todo había sido en vano. Aunque la mañana en que Ella se fue, encontraron en el patio todo tipo de animales muertos, hasta el gato negro de la vecina. Él sugirió enterrar al pobre animal bajo el framboyán, ese era el sitio donde acostumbraba a sepultar sus mascotas. Y de seguido, le contó media docena de historias sobre perros y conejos. “Ya no traigo animales a la casa”, dijo Él con cierta emoción, recordando el dolor que le causaba verlos morir. El Otro lo escuchaba con una atención exagerada, como si quisiera ayudarlo a olvidar sus antiguos dolores y este que le había surgido hacía apenas unas horas, cuando vio recogidas sobre el sofá las cosas de Ella. Se marchó sin decir siquiera adónde iba. Entonces el muchacho echó sobre los hombros de Él un brazo de atlante y caminaron sobre los adoquines húmedos. Iban hacia las sombras cómplices de la casa.

Quince días después, cuando Ella llegó a la puerta, tuvo que valerse del timbre. El Otro había cambiado la cerradura. Entró y lo saludó, casi sin mirarlo. Fue hasta la poltrona donde descansaba aún su libro favorito. Venía a “hacer las paces”.
—¿Y Él?
El Otro notó en la pregunta cierta tristeza amordazada.
—Fue a la Universidad, pero debe estar por llegar —la convenció.
Iban para la cocina cuando sonó el teléfono. El Otro se adelantó.
—No está —le respondió a la vieja, que preguntaba por su hija.
—¿Quién era?
—Preguntaban por Él —respondió el Otro, casi a las puertas del lugar donde los esperaba la tetera puesta al fuego.
En algún momento, estuvieron tan cerca que el Otro pudo sentir la respiración apurada de Ella, quien se justificó con la estrechez del sitio. El Otro aprovechó la oportunidad para comentarle sus planes de correr paredes y ganar espacio. Sacó unas pequeñas bolsas y las suspendió para darle a escoger.
—El té negro me quita el sueño.
—Eso puede ser bueno si se tienen noches interesantes —coqueteó el Otro.
Y fueron a sentarse a la sombra encendida del framboyán, donde tomaron el té de jazmín. El aroma que despedían las tazas se mezclaba con el olor nauseabundo de la brisa que soplaba. Ella reparó en los montículos de tierra roja que levantaban las hormigas junto a las raíces del árbol.
—Son resistentes —dijo el Otro, justificándose.
“Algún animal muerto...”, sospechó Ella. Y añadió, impaciente:
—Él no llega.
—No va a llegar —le respondió el Otro, que ya no era el otro.

(Este cuento recibió en el año 2005, el Premio Celestino de Cuentos, convocado cada año por la Asociación Hermanos Saiz, en Holguín, Cuba. El jurado estuvo integrado por los escritores María Liliana Celorrio, Eugenio Marrón y Michael H. Miranda)

La camada



El animal había parido dos veces en su cuarto de vieja, entre la ropa guardada en el armario, olorosa a ungüento y a cabos de tabaco. Bernarda odiaba el maullido de las criaturas, moviéndose torpemente en la noche de sus ojos cerrados. Por eso, echó la camada en una bolsa que fue a parar a las aguas nauseabundas, ante el griterío de las dos muchachitas y de la madre de las muchachitas. “Bernarda, la tirana. Bernarda, cara de leoparda. Bernarda, la asesina”. Y Bernarda: “La mayor es una puta”.
Por toda la casa anda la mayor, rota en arcadas o apretándose el vientre de gata frente al pedazo de espejo. Le hace asco a los pollos y al vaso de plástico, donde Bernarda toma por las mañanas el café amarguísimo. O disimula, si su madre promete llevarla al médico. “Esto se quita solo”, asegura ella con cara de niña sorprendida.
Es Bernarda quien la sorprende y ella se echa a llorar sobre el pecho de la vieja, que huele a cocina. “Tu madre no puede enterarse”, le advierte la abuela Bernarda, a los pocos meses, con el niño entre sus manos callosas. Y ella, de pie, no sabe qué hacer. Brota la sangre incontenible de sus entrañas. Se mezcla con el agua. Hace remolinos en el hueco del tragante hasta desaparecer, con un silbido sordo que quiere llevársela de este mundo.
Es al hospital adonde se la lleva su mamá, cuando llega del trabajo. Pregunta, pero ninguna dice nada; hasta que el médico de guardia, incisivo, se aparta del rostro el paño verde y la interroga: “¿Y el niño?”.
La más chiquita lo contó todo.
Pasada una semana, la madre escribió la solicitud de salida. Cinco años después, sin atreverse a abrir el sobre amarillo, redactó unas pocas líneas a Bernarda: Nos vamos... “Se fueron”, le dijo Bernarda a la mujer de la celda vecina. Tenía en la garganta de piedra un agua amarga que le rajó la voz, como el día en que vinieron a llevársela presa; recordando acaso aquel llanto de animal pequeño, perdido en la noche espesa y callada de la fosa.

(Este minicuento recibió en el año 2005, el Premio Vértice de Cuentos Breves, convocado por el periódico La Demajagua y el Suplemento Cultural "Vértice", en Bayamo, Cuba)

3 comentarios:

Gustavo Tisocco dijo...

es poemas y muy buena la narrativa.
Un abrazo Gus.

http://mispoetascontemporaneos.blogspot.com

Gustavo Tisocco dijo...

interesantes poemas quise poner...

Luis Lema Osores [L3mOs] dijo...

Excelentes poemas amigo ¡¡Felicitaciones!!
Un abrazo fraterno
Luis L3mØs
Te invito a escuchar mi voz y poesias en:
http://musica-y-poesia.blogspot.com